lunes, 21 de febrero de 2011

Hogar, dulce hogar

Rashid Zamidar olvidó lo que era ser un tipo apacible desde que dejo su casa. La guerra lo transformó en un ser grotesco y despiadado. Lo que solía ser un niño lleno de ilusión se convirtió en un bastardo asesino transtornado por la impiedad bélica.
Tenía los ojos negros y la mirada vacía como la de un cuervo en la absoluta oscuridad. Las cuajadas venas de sus ojos parecian ríos de fuego al deslizarse por lo poco que se podía ver del iris casi mostaza. En una mano, un cigarrillo de tabaco negro subía a su boca cada cierto tiempo. En la otra, reposaba inerte, un revolver calibre 38 exhalando humo como un dragón dormido.

Sus ojos no se separaban del monitor que repetía el mismo programa. La luz del televisor consumía su piel, iluminándolo como apoderándolo de un resplandor radioactivo. Su cuerpo empezaba a bañarse de esa luz extraña que lo mantenía en estado de trance y reposo. La sensación que lo sedaba lo mantenía inmóvil. El momento lo envolvía en un sentimiento de paciencia y calidez. Volver, luego de tanto tiempo, al hogar en el que nació, lo hacía recordar momentos cálidos que afuera jamás encontró.
La poca luz creaba tristes y suaves colores al difuminarse con el cristal de vaso lleno de arak. Se encontraba tan cómodo y tranquilo, que no se percataba del alboroto que acontecía fuera del lugar.
Un estado de felicidad sublime lo empapaba debido a aquella luz. Solo su brazo se movía de arriba a abajo llevando el cigarrillo una y otra vez a su boca, para luego de cada potente calada acercarse a entender al placer. En ese estado de extremo reposo, sentía el humo penetrando aturdido por sus pulmones cuando lo inhalaba. Podía percibir cada partícula de tabaco incinerado rebotando alocado dentro de sus pulmones.
Había logrado callar su interior para encontrar la paz que necesitaba, la niñez olvidada. Estaba tan sumido en ese sentimiento que no se percataba de los brutales golpes que amenazaban con tumbar su puerta.
Cuando la puerta cedió, la policía entro para quedar estupefacta con lo que veía. Tres cuerpos bañados en sangre, cubiertos de agujeros de bala yacían regados en el suelo.
El arma descansaba sin furia en su mano y aún exhalaba humo. No intento defenderse. Solo escucho a su espalda los gatillos cargándose y luego los insaciables disparos de la policía. Cuando el plomo frio ingreso a su cuerpo, supo que sabor tenía la muerte, y sonrió.
Estaba listo para enrumbarse hacia lo desconocido. Había recuperado el lugar donde encontraba tranquilidad, su palacio perdido. Dispuesto a morir y matar por él, todo valía la pena ahora que tenía una verdadera razón para ello.

martes, 8 de febrero de 2011

Los vicios del placer

Se sentó delante de mí con una falda diminuta y cruzando las piernas como si no existiera frente a ella. Mostraba sus placenteros dotes como sin saberlo y no dejaba nada a la imaginación. El pequeño pedazo de tela que envolvía apenas a sus jugosos muslos de terciopelo, era capaz de embrutecer hasta a la mente mas clara.
Me preguntaba que hacía una mujer tan perfecta sentándose de ese modo frente a mi. Pensaba que alguien se burlaba para tentarme y robar la tranquilidad que tanto me había costado conseguir.
Sus piernas me cantaban un soneto hipnotizante con su diabólico y brillante bronceado. Yo intentaba ser un caballero y no mirar, para no quedar atrapado en aquella exitante visión. Estaba seguro que si lo hacia, caería presa de la vehemencia que suele capturarme en este tipo de exóticas y turbias situaciones. Desde muy dentro afloraraban desesperadas las ansías de mirar, pero quería probarme que no sucumbiría ante tan perfecta tentación. Los deseos suelen llevarme por vicios de los cuales no puedo escapar con solo decidirlo. Vicios de placer tan poderosos, que destruyen mi capacidad de negarme, al hacerse imposible dejarlos pasar.
En realidad, estaba cansado de mentirme. Escapar de la verdad no me dejaba descansar. Dormir se me hacía cada vez más difícil. No aceptar que necesitaba regresar a aquellas noches de insomnio y placer que tanto anhelaba, me hacia buscar a todo momento salidas que no me convencían. Pero en la vida me he mentido suficiente para convencerme de muchas cosas, y al parecer, esta era una ocasión para entenderlo. ¿Como podía yo, un simple humano, negarme ante aquella oportunidad que me presentaba la propia divinidad?
Mientras divagaba en aquel pensamiento, mis ojos decidieron bajar y perderse en aquella diosa sentada frente a mí. Deje de inmediato de pensar en negarme, y acepté que estaba cansado de luchar ante aquel irrefrenable deseo animal. No hay peor forma de correr de la realidad que mentirse, y yo no quería mas eso para mi.
El mundo siempre nos presenta modos de comprendernos cada vez más raros. Y es que a veces el azar nos enfrenta a situaciones y personas a las que no debemos de dejar pasar. Porque de eso esta hecha la vida, aprender a reconocer como dejar de mentirnos para ser felices.