viernes, 15 de abril de 2011

Sueños premonitorios

Eusebio Benza despertó jadeando, con los ojos inundados de lágrimas y empapado en sudor. Los músculos agarrotados y el corazón retumbando potente en su pecho como el de un caballo desbocado en la pampa. Su sueño había sido tan real que temblaba aterrado sin poder detenerse.
Aquel temblor no era coincidencia. Desde hacía un tiempo ya no soñaba imágenes disparatadas e inconexas, historias ficticias o incompletas, ni mucho menos ideas incongruentes ni desfachatadas. Ahora, como si fuera una maldición, todo lo que soñaba se volvía realidad.
Desesperado acudió a varios especialista. Sicologos y siquiatras no fueron capaces de entender lo que le ocurría, ni siquiera de acercarse a comprenderlo. Lo miraban como si estuviese fuera de si, dispuestos a encerrarlo antes que se sometiera ante la demencia.
Cerraba los ojos y temblaba de terror. Temía dormir y tener que recordar cada instante de su sueño sin poder hacer nada para cambiarlo. Y luego tener que despertar, para ver como todo lo que soñaba se volvía realidad. No podía lidiar con ello más, pero era imposible mantenerse despierto toda la vida.
Desde hacía unos meses empezó a tener aquellos sueños premonitorios. Sin saber como, acertó con los números de la lotería, sin jugarla. Vió ganar a tenistas que no conocía, pero recordaba. Meter goles a futbolistas antes que empezaran los partidos. Preveer catástrofes y hasta ver morir personas que aún no estaban listas para ello.
Eusebio Benza despertó jadeando, con los ojos inundados de lágrimas y empapado en sudor. Los músculos agarrotados y el corazón retumbando potente en su pecho como el de un caballo desbocado en la pampa. Había soñado con el acontecimiento más infausto de su vida, su propia muerte.





jueves, 14 de abril de 2011

Bruma asesina

Es triste decirlo, pero vivo en una tierra tan extraña que en ella el sol jamás ilumina. Un lugar en donde las nubes grises se apoderan del cielo y parecen percudirlo, ocultando todo rayo de luz que intenta emerger.
En las noches jamás aparecen luna ni estrellas en el firmamento. Solo nubes cada vez mas oscuras que se mueven a lo alto como una bruma asesina, dispuesta a aniquilar los sueños de quien busque respuestas en el infinito.
Lo mas difícil fue aceptar que vivir en este horrendo lugar me estaba matando de a pocos. Sabía que si continuaba me seguiría perdiendo de atardeceres perfectos, cielos azules de nubes de algodón y paisajes de aquellos que solo sirven para alimentar el alma.
No podía quejarme, la vida me sonreía. Tenía un buen trabajo y ganaba aún mejor. Una linda chica se preocupaba por mi y me brindaba su calor todas las noches. Junto a ella tenía planes que me hacían pensar que me encontraba cerca de la felicidad total que tanto anhelaba.
Pero no me sentía conforme. La mayor parte del tiempo no sonreía. Mi pelo flojo se desprendía fácilmente y adornaba gran parte de mi bañera. Me quejaba al levantarme por tener que disfrazarme para trabajar. Al salir temprano, odiaba el color plomizo y vomitivo que alumbraba la calle en el alba. Detestaba sentarme en el mismo escritorio todos los días. Además de la sonrisa burocrática e hipócrita de mi jefe que solo tenía dos fines: Vernos como bestias de trabajo y hacer que el estúpido capital siga creciendo.
En pocas palabras, sentía que moría en silencio. Como si no encontrara claridad a pesar que todo era claro. Sabía que con el tiempo, escapar de aquella rutina se volvería cada vez más tediosa y difícil.
Buscaba respuestas en el cielo en la mañana, por la tarde y en la noche. Pero sentía que aquel gris plomizo se apoderaba de mis ganas de continuar. Mi mente ya no imaginaba, solo deseaba que transcurran el tiempo y los días.
Temía buscar salidas porque ya no era un niño para jugar con la vida si ya estaba encaminada.
Y es que eso le estaba pasando a mi vida, mis ideas antes claras y en búsqueda constante de felicidad, se habían infectado de aquella bruma asesina que bañaba las nubes de su nauseabundo color. Estaba a punto de empezar una nueva etapa con la que ya no podría luchar sino escapaba de ese lugar, de esa rutina desastrosa. El momento que jamás nadie espera, pero que llega en un parpadeo fugaz. La triste y lenta marcha hacía la muerte.