martes, 21 de septiembre de 2010

La angustia de la soledad

Solo han pasado 20 minutos desde que partió. Cuando la ví alejándose y haciéndose cada vez mas pequeña en el horizonte, una rara clase de descontrol me inmovilizó. Un estado extraño entre atónito, acongojado y desesperanzado se apoderó de mi. Tan solo atiné a caminar e ir por el puente que cruzaba el rio.
Miraba un punto fijo que no existía en las nubes, buscando respuestas a pesar que seria imposible encontrarlas, porque todo estaba dicho entre los dos.
El tiempo continua tan lento como si viera pasar mi muerte. Han pasado dos horas de su partida y yo sigo en el mismo lugar. El tic tac del segundero de mi reloj se escucha cada vez más fuerte ante la intensa soledad del lugar. El sonido es tan insoportable que decido quitármelo y arrojarlo con furia contra el suelo. Los potentes rayos de luz que el sol le ha dado a este día cálido me dejan ver como los cristales del artefacto explotan, esparciéndose desesperados por todos lados.
Ahora todo esta en silencio de nuevo y solo se escucha el vaivén del agua golpeando las maderas viejas y sueltas de este antiguo puente. Pensé que así lograría encontrar una salida, pero me equivoque. El olor de su perfume no me deja aclararme. El aroma suave del que estaba envuelta, empapa mi ropa y no permite alejar de mí su recuerdo.
La siento tan cerca como si aún estuviese recostada a mi lado. No puedo ir a casa porque todo tiene su olor y su recuerdo. Pareciera como si aún estuviese aquí escondiéndose en algún lugar por algún oscuro motivo.
Mi respiración se agita a cada exhalación. Tan solo la he dejado de ver unas cuantas horas y parece que hasta he olvidado la forma de respirar. La intranquilidad de saber que no la volveré a ver me ha dejado petrificado.
Ya es de noche y, por el modo en que lucho con mis entrañas, se que no podré dormir. Sin saber como olvidar, ni sentir su tacto, su sonrisa y su encanto sublime, me pregunto si seguiré caminando eternamente en este lugar, me pregunto ¿Qué será de mi mañana?

lunes, 13 de septiembre de 2010

El Guardían de sueños

- Tengo sueño - me dijo mientras frotaba sus pies uno con otro como acurrucándose en la inmensa cama en la que estábamos recostados.
- Duerme que ya es tarde. - le dije mientras apagaba la televisión y prendía la tenue luz de la mesa de noche para leer algo. Sabía que no podría dormir por su terrible insomnio e intentaba ayudarla apagando la televisión.
Ella era nerviosa e hiperactiva. Buscaba hacer siempre algo nuevo, porque sentía a todo momento que perdía el tiempo si no era así. Nunca la escuché decirme que tenía sueño. Siempre dormía luego de mí que soy un insaciable soñador, y la mayoría de las veces no lo lograba.
Me encontraba feliz que me dijera eso, porque me demostraba que tenía la capacidad de relajarse junto a mi y al fin descansar como tanto lo deseábamos.
Intente leer pero no lo logré. Mis ojos recorrían las líneas del libro pero no llegaba a comprender absolutamente nada luego de terminar cada párrafo. Mi mente seguía pensando en ella y su dificultad para dormir y descansar totalmente.
Deje el libro y la empecé a mirar. Pensaba que ella había cerrado los ojos solo para aparentar que dormía, como siempre lo hacía, pero esta vez no fue así. Su descanso era tan placentero como el de un niño cansado tras jugar sin parar toda la mañana. Sus grandes pestañas se posaban en la parte superior de su mejilla, y su rostro envolvía con un brillo sereno toda la habitación.
Habían sido muy pocas veces las que la vi dormida, y ahora que podía hacerlo, disfrutaba más que nunca del encantador ruido sigiloso que acompañaba a su respiración mientras lo hacía.
Pasaron las horas y continué mirándola. Tal vez porque nunca la observé dormir fue que me quede atónito al verla tan tranquila y calmada.
Así pasaron los días. Cuando trataba de descansar, recordaba su rostro casi angelical recostado en la almohada y volvía a abrir los ojos para espiar su pacifico sueño. Muy dentro de mí quería entender como había logrado tan increíble hazaña luego de tanto tiempo despierta de noche.
Ninguna pastilla o droga la había llevado a descansar como desde hace un tiempo a ahora. Yo pensaba que era gracias a mi, pero eso no me convencía del todo, al contrario, me mantenía en vilo todas las noches respirando su exquisito olor a frambuesas y lirios.
Fue solo entonces que noté que era yo el que pasaba las noches despierto. De pronto, y sin saber como, me había convertido en el guardián de sus sueños. Era raro, pero estaba feliz por no dormir y a pesar de todo se me hacía imposible decírselo. Sabía que apenas abriera la boca y le contara la verdad, ella no podría volver a dormir, porque sentiría pena por mí, por no dormir por su culpa; y seríamos dos los que quedaríamos atrapados en este interminable y dulce insomnio.