jueves, 17 de diciembre de 2009

Mensajes sin contestar


Lo ví revisando su celular una vez más. Lo había hecho cada dos minutos desde hace una hora, y esa era la misma cantidad de tiempo que había esperado por mi café.
En su mirada perdida se notaba la mas pura nostalgia. El tipo se veía necesitado de ayuda. La tristeza lo había vuelto presa de su doloroso modo de comunicarle que la soledad había llegado a su vida. El seguía revisando su celular, esperando un mensaje, una llamada o tal vez cualquier llamada que lo sacara de la soledad en la que se encontraba y que le dijera ¿Nos vemos hoy?. Pero el ingrato aparato no sonaba y la impaciencia iba transformando la cara de nostalgia de aquel triste mozo, por la de enfado.
Demoró tanto en servirme el café, que cambie de opinión sin decirle nada y decidí ir a la barra.
Sorbía una cerveza ahora frente al cantinero y me quedé mirándolo con paciencia. Me puse a pensar en cual seria el verdadero motivo de su taciturno actuar. Recordé sin quererlo mis momentos de soledad en lugares donde no conocía a nadie. Me ví buscando en mi celular números que no existían para finalmente saber si en realidad había alguien que se preguntara que era de mí. Pero luego de tanto tiempo solo, llego el momento en que entendí que iba a seguir así, visitando bares, ocupando bancas en el parque o mirando atardeceres que regresaban a mi trayendo extraños pensamientos de felicidad y melancolía.
Terminé mi cerveza, todavía con las ideas confusas y empecinado en saber porque me fijé en el actuar raro de aquel mozo que tanto demoraba. Voltee curioso a ver si el tipo seguía en lo mismo o si se había acordado finalmente que le había pedido un café.
El café humeaba en su bandeja justo cuando su celular vibró. Era un mensaje. Sus ojos se abrieron como dos girasoles buscando el sol. Sus manos, que llevaban el café con mucha firmeza, ahora lo derramaban ante los nervios. Se detuvo y con las manos casi temblando abrió el aparato con el rostro repleto de esperanza, como si hubiese encontrado un cofre lleno de tesoros. Recorría lentamente con la mirada lo que decía aquel mensaje. Cuando acabó, solo atinó a esbozar una sonrisa entre lágrimas y beberse de un sorbo el café hirviendo que le había pedido. Luego, fuera de si, lanzo con furia el celular y fue tan justo, que el aparato terminó debajo de mis pies.
Recogí el artefacto. Presa de mi gran curiosidad no pude evitar ver la pantalla que aún tenía el mensaje que había recibido. Por un instante creo que entendí su locura de necesidad y fui parte de toda la tristeza y la ira que se veían acumuladas en su rostro, esperaba una señal que le devolviera la vida y en vez de eso había un simple recordatorio de pago de la compañía telefónica.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El ánimo de destacar

Manejaba en mi pequeño auto por el turbio tránsito de las 6 de la tarde, la hora en que los trabajadores salen despavoridos de sus oficinas intentando escapar del tumulto y el nauseabundo tránsito, para al fin descansar de la repetitiva rutina laboral.
Sin duda, la tensión inigualable que se puede sentir al conducir a esa hora, solo es comparable a la tortura china de la gota de agua en la frente. Cada semáforo, es como una gota más que cae, lenta y repetidamente en la frente. Cada bocina, la repetición inacabable y vomitiva de la gota que no se detiene y va empapando los ojos para crear tanta incomodidad, que logra volvernos locos.
Por un momento, dejé de pensar en conducir para interesarme en la música y así olvidar la tensión que me atacaba. De pronto, un gran ómnibus apareció al lado, quitándome agresivamente el paso, justo cuando la luz se ponía en rojo.
Esperando que cambie a verde, y ante el regreso inmediato de la tensión, me pregunte, mientras lo miraba indignado ¿Por qué situarse cerrándome el paso? ¿Por qué simplemente no se quedo al lado y espero su turno para avanzar?
No llegue a ninguna respuesta coherente, pero en el fondo sentí como intentaba aprovecharse del tamaño de su auto para intimidarme. El desadaptado plantó el bus que manejaba frente a mi pequeño auto para quitarme el paso sabiendo que el gran tamaño me intimidaría, que yo no intentaría luchar con esa mole de metal, porque saldría perdiendo de todas formas. Luego de unos instantes, cuando me calmé, comprendí que eso no era una situación de intimidación para quitarme el paso, sino las ganas de destacar.
Me di cuenta que estamos estigmatizados con la idea de destacar, el problema con ello es que muy pocos buscan ser reconocidos por sus propios meritos. Es extraño, porque si nadie nos dice o hace entender que somos algo especial, nos sentimos inútiles y perdidos porque no se nos da el reconocimiento que creemos merecer.
Es interesante ver que la imposibilidad de lograr el reconocimiento, hace que sin querer, busquemos la forma de ser vistos o que nos presten atención. Los niños lloran más o golpean a otros para ser el centro de atención. Las mujeres no quieren ser muy altas, pero usan tacos inmensos para ser vistas. Los hombres buscan destacar burlándose de otros para lograr la atención de las mujeres.
A veces pareciera que todo este ciclo de situaciones en las cuales se intenta destacar e impresionar, empieza y termina con el estúpido conductor que estaba a mi lado cerrándome el paso ese día con su gran ómnibus en la insoportable hora punta.