martes, 31 de mayo de 2011

El sabor de la claridad

Siempre cargando papeles, con el pelo lacio sobre el rostro, un cigarro encendido en la boca y la mirada perdida en las lineas del asfalto, se le veía caminar silencioso a Roberto Farje.
Era como un fantasma escondido en la penumbra. Jamás se comunicaba, solo se dedicaba a hacer su labor de mensajero en el más extremo silencio. No era raro que casi nadie en el trabajo supiera su nombre y que pasara totalmente desapercibido.
Era un tipo enclenque, introvertido, que vivía atemorizado y que no disfrutaba la vida. La angustia lo había llevado a pensar en acabar con ella cada día que despertaba. Pero Roberto no tenía el suficiente valor para enfrentar sus temores y entregarse de lleno a sus sueños de muerte.
Demasiado débil de carácter. Tan débil que el mismo se daba asco de desear tanto y no lograrlo por falta de agallas. No encontraba un motivo tan triste y desgarrador que lo hiciera decidir al fin saltar al vacio y experimentar esa partida a lo desconocido que tanto deseaba.
Solo dos cosas le daban alegría en la vida y lo hacían olvidar la angustia terrible que lo acosaba a todo momento en su eterna soledad: el tabaco y el chocolate. Los consumía a diario y en cantidades grotescas. Disfrutaba del paraíso cada vez que prendía un tabaco o abría algún chocolate, como si fuese el ultimo bastión de alegría que lo aferraba a la vida.
Se acercaba navidad y en la soledad de su pequeño departamento del piso 15, recibio la pequeña canasta de la empresa. Era una canasta navideña simple, de esas que reciben absolutamente todos en los trabajadores en las empresas. Contenía un paneton, algunos productos lácteos, un vino en caja, unas cajetillas de cigarrillos y un chocolate de taza. Dejó de lado lo demás y tomó el chocolate y el tabaco.
Estaba perplejo al ver aquel chocolate que jamás había probado. Lo observaba con cierto grado de lujuria, con una felicidad escondida. Se acomodo en el sofá y puso un cigarrillo en su boca. Abrió el chocolate y lo dejó de lado mientras prendía el cigarrillo. Su emoción era tan grande que que lo encendió por el lado del filtro. Un sabor cancerígeno penetro por sus boca y pulmones haciéndolo toser convulsivamente. Intentando escapar de aquel asco nauseabundo, introdujo en su boca un pequeño pedazo de aquel chocolate de taza al que miraba con lujuria.
Esperaba que el dulce sabor opacara el intolerable asco que sentía al encender el tabaco por el lado erróneo.
Pero cuando lo probó, un sabor amargo, desagradable y pastoso se apoderó de sus nervios. Desesperado, como si tuviese algún bicho vivo en la boca, vomitó todo lo que pudo por la ventana. Sabía que no podría olvidar aquel sabor asqueroso en su boca nunca más. Y al mirar por la ventana del piso 15 de su pequeño departamento, lleno de nauseas aún, supo de inmediato como encontraría valor para saltar.

martes, 17 de mayo de 2011

Estado de Gracia

Es raro como el clima afecta en el humor de las personas. Normalmente el cielo azul nos trae esperanzas y nuevos retos. La lluvia con su efecto soporífero clama por encerrarnos en su letargo. Las nubes atraen la melancolía y la tristeza, y el frío al cansancio.
En mi caso, el clima suele llevarme por estados a los que no encuentro razón. Porque no afectan de forma directa mi animo. Solamente me pausan y me convierten en un ser sin emociones, donde indiferencia es el termino mas adecuado a utilizar para explicar ese inalterable sentimiento.
Es así que ciertas veces me encuentro en un estado de gracia. En donde las cosas que suceden a mi alrededor no me afectan. El viento no sopla suficientemente fuerte como para enfriarme, y el calor no es tan potente como para hacerme sudar.
Es un estado letárgico en el que las personas que caminan alrededor dejan de existir. La mirada firme sobre el horizonte hace que mi mente quede en blanco. Todas las ideas tristes y las felicidades sublimes se esfuman de mis pensamientos de modo fugaz como el humo del tabaco.
La angustia desaparece y así ocurra una guerra o brutal catástrofe, dejo de interesarme. El bien de los otros y las enseñanzas religiosas que me fueron enseñadas repetitivamente durante años, suenan a esperanto.
No persigo el dinero ni el poder, solo suplico la paz en mi interior para destruir y eliminar las banalidades que me intoxican con el día a día. Olvido los conflictos que acosan a la sociedad. Intento aprovechar ese estado superior y opto por acostarme en la yerba alta de los campo y dejar que el viento tenue me sople el rostro mientras lleno mis pulmones con su tibieza.
Y tan solo quedarme allí recostado, sin pensar ni dudar. Festejando en silencio esa increíble manera que me brinda la vida de olvidarme de ser humano por fin y entender la verdadera forma de comprender lo que es vivir en paz.