miércoles, 29 de diciembre de 2010

Sombra Vaga

Una gruesa soga enrollaba su pálido cuello como un collar grotesco. Sus pies desnudos intentaban ladear el banco donde estaban apoyados, pero cada vez que parecía decidida a hacerlo, la angustia la capturaba, y de inmediato, los dedos de sus pies se prendían como garras de aquel banco a punto de caer.
Lourdes Arregui había pasado horas jugando con aquel inestable banco. Sabía que tal vez ese sería su último día con vida. Los malos recuerdos estaban a punto de hacerla sucumbir ante la desesperación y la inestabilidad.
Cada cierto tiempo, pensaba en todo lo que la hizo llegar a esa desesperada situación. Recordaba tristezas que la desesperaban y de inmediato empezaba a jugar con sus pies para que el banco tambaleara y desapareciera toda la estabilidad.
En los segundos que sentía que iba a caer, y la soga empezaba a apretar su cuello, el miedo y los pocos recuerdos alegres afloraban como pidiéndole vivir, y la obligaban a detener su brusco movimiento.
Se preguntaba porque no podía acabar de una vez con todo. Le daba asco sentirse atrapada en ese lugar, con una soga al cuello y de pie ante el triste y desconocido futuro de la mortalidad.
Aquella noche, mientras Lourdes se encontraba en su momento de mayor indecisión, luego de largas horas jugando a morir, apareció una sombra silenciosa y la encontró cara a cara.
Un frio vomitivo inundo su cuerpo de pavor cuando lo vio aparecer. A la altura de sus rodillas, mirándola hacia arriba, aquella imagen borrosa apenas dejaba ver sus ojos tras las sombras.
Lourdes no tuvo reacción al observar los cuencos de los ojos de aquel diabólico personaje completamente vacíos. De pronto vio su vida pasar en pequeños segundos por su cabeza. Alegrías, tristezas, amaneceres, esperanzas, besos, muerte y llantos la tenían tan confundida que no comprendía si al fin había pateado aquel pequeño banco o si simplemente alucinaba ante tan inverosímil aparición.
Solo sabía que jamás sintió tanto temor. Ni siquiera hacía unos minutos cuando jugaba a la vida y la muerte intentando patear aquel banco que la mantenía con vida.
Fueron esos minutos de tensión incomprensible, en los que los dedos de sus pies tomaban el banco con todas sus fuerzas, los que le hicieron entender que la única forma de decidir sería enfrentando a sus demonios cara a cara.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

La complejidad de los instantes marchitos

La vida es un cúmulo de instantes, y hay instantes en donde las cosas parecen nos funcionar. A veces son tan pequeños como un parpadeo, y otras, tan largos como el mas frio invierno.
Mientras va pasando el tiempo, esos momentos nos van acosando, incomodando y hasta destruyendo. Porque no sabemos cómo enfrentarlos, ni entendemos como huir de su macabra forma de hacernos sentir raros.
Sucumbimos ante su poder, y nos roban, en tan solo segundos, la estabilidad. Esa estabilidad pasajera y frágil que nos es tan difícil de capturar, interiorizar y acoger. Pero cuando las cosas no van bien, la calma que parecía entrar en nuestras vidas, desaparece en esos pequeños instantes que nos hacen llegar a la más pura desesperación.
Es esos momentos solo dudamos. Pensamos en el futuro y lo vemos como algo triste. Dudamos de nuestra realidad, de nuestras ganas de seguir buscando felicidad. Nos acogemos a la melancolía y esta se vuelve una triste compañera inseparable, de la cual no podemos escapar con tan solo decidirlo.
Pasamos el día intentando mentirnos. Diciendo que estamos bien y tranquilos. Sonreímos sin gracia a cada persona que se nos cruza, a cada chiste que nos cuentan. Tratamos de alejar esa carga pesada que nos envejece y marchita, pero hay cosas en la vida que no se arreglan con tan solo quererlo.
Lamentablemente cuando estamos en esos estados en donde solo nos hundimos, cavamos profundo para seguir cayendo en el abismo que nos invade. Cavamos hasta conocer la melancolía cara a cara. Como si no fuera suficiente el calvario por el que esos instantes nos hacen pasar.
¿Por qué no podemos escapar? ¿Por qué preferimos seguir destruyéndonos?
Porque somos ociosos y es más fácil esperar que intentar. Nos recostamos y divagamos en salidas que jamás aparecerán. Perdemos la noción de lo que vale una sonrisa porque no la encontramos o porque cuando la encontramos no le damos la importancia que se merece. Somos flojos y preferimos no buscar la alegría. La necedad se vuelve nuestra verdad por no intentar dejar la tristeza atrás, para seguir cayendo en aquel abismo que nos quita los años, los sueños y las ganas de seguir viviendo.